Segundo Llorente SJ
“No hay nada tan hermoso como acariciar un ideal magnífico. Ahora bien, entre los ideales más sublimes que un pecho generoso puede abrigar, está el querer ser misionero, continuador de la obra de Jesucristo aquí en la tierra«
Este ideal ha traspasado la vida de miles de hombres que dejándolo todo han salido de su tierra para dar a conocer el Evangelio. ¿Qué decir de ellos?
En primer lugar, el misionero nos habla de una entrega inaudita. El ardor de un corazón encendido lo llena todo y la aventura empieza con el deseo de ser enviado allá donde fuere necesario. En la historia de la Compañía hemos asistido a partidas hacia el otro extremo del mundo, a años de estudio de la lengua, pacientes e infinitos, a llegadas a climas desconocidos; todo ello en el marco de una entrega al Señor que llamaba con urgencia.
En segundo lugar, la inculturación ha sido, sin duda alguna, el fenómeno que se ha hecho denominador común en los misioneros jesuitas. Observaban, vivían, conocían y se hacían todo a todos. Hecho clave para hacerse un hueco y para salvar las ánimas de otros muchos que quisieron ver y creer que Jesús es el Señor.
Y, por último, años de perseverancia, en muchas ocasiones en circunstancias adversas, llenas de contratiempos y falta de comodidades que dieron paso a la fe de un pueblo. Una fe sencilla que conquistó las más diversas culturas.
Los misioneros son, en definitiva, hombres labrados por la mano de Dios, fieles a su voluntad y con ganas de seguirle por caminos desconocidos. Llenos de cruces, pero siempre en Compañía de Jesús. El misionero es, ante todo, un hombre de Dios.