Una de las cosas que más me gusta hacer al llegar a un sitio es pasear mientras busco arte callejero. Lo que más me llama la atención son aquellos murales o pequeñas intervenciones en el mobiliario urbano donde el artista es capaz de dar un nuevo significado a espacios deteriorados. Una pared desgastada, un buzón desconchado, una farola vieja. A veces son irónicas, otras entrañables, muchas reivindicativas. Y aunque no suelen ser nada discretas, creo que nos hemos acostumbrado tanto a verlas que no les prestamos la atención debida. Están ahí. No tendría que haber nada y sin embargo hay algo.
No es solo una experiencia puramente estética, ni un modo más o menos alternativo de ir conociendo el lugar. El testimonio recreador de estas obras no sólo me dice mucho del carácter local, sino que me trae a la memoria a personas que se nos pasan desapercibidas en lo cotidiano, pero que son maravillosas porque con ellas, discretamente, algo nuevo y mejor se abre paso.
Ya sea en el aula, en el despacho, la capilla, el comedor o en la calle. Son sanadoras de muchas heridas y a su lado acontecen momentos en los que inesperadamente, como un destello, lo común se transfigura y se perciben los efectos de los que viven en las cosas de Cristo: la paz, la alegría, la esperanza, la justicia. Quizá en algún momento ellas también fueron obras recreadas, pero todas son ahora artistas del Resucitado.