El bosque ha sido mi cuna, desde pequeño recorriendo con familiares árboles y colinas, reconociendo pájaros, explorando riachuelos y cuevas. No logro recordar cuándo empezó el deseo de amar la naturaleza, pero lo sentía totalizante, como escribe Casaldáliga: “Habréis de amarlo todo, todos, todas”.
Al principio entendía nuestra vida cristiana en el mundo como personajes épicos que arriesgan todas las vidas de un videojuego, una tras otra, para lograr alcanzar un objetivo, la misión de Dios.
Estudiando informática, me entusiasmaba ser también creador, programando mundos 3D que calcasen la candidez de la luz de una ventana, la belleza de un rostro o las sombras de un vaso de agua. Pero a Dios no lo encontraba en esas fascinantes copias, sino en el tiempo compartido con rostros que sufrían en las calles de la ciudad, o defendiendo a las víctimas de guerras de este mundo. Al final, en lugar de entrar a trabajar en una productora de videojuegos, elegí el seminario diocesano, mi único referente para esta llamada misionera e inconcreta, teñida de África y de entrega, que me llevó años más tarde a descubrir la Compañía de Jesús.
Ha pasado mucho tiempo: tras estudios y experiencias fundantes, mis imágenes de Dios han ido cambiando, mi oración con el Creador se ha ido transformando en algo más sensorial y esencial, más universal. La espiritualidad ignaciana me enseñó el potencial de todo ser cuando lo contemplamos desde esa cuarta dimensión del Amor Divino. Estudiando Ecología Integral a distancia en Filipinas, he podido integrar mejor mi fe cristiana en el cosmos evolutivo, y descubrir cómo late Jesucristo interconectando toda la realidad, interconexión que la física cuántica ya nos revelaba desde la ciencia de lo subatómico.
Deseo que el ministerio ordenado que reciba lo ponga todo sobre el altar: amigos junto a sus enemigos, praderas junto a sus animales, átomos junto a sus caricias, sufrientes junto a su anhelada paz: Jesucristo partido y repartido, para que Dios haga de otra vida eucaristía y alimento para el mundo.