Fue en el mes de ejercicios de Tercera Probación, la última etapa de formación de los jesuitas. Al final de la primera semana, enfangado contemplando mi pecado y con la sensación de que no había dado una a derechas en toda mi vida. Creo que así se lo llegué a compartir a Benjamín González Buelta, que era el instructor y nos daba los ejercicios y, a pesar de sus ánimos y sus buenas recomendaciones no era capaz de salir de una espiral de resentimiento, envidias, humillación… pecado.
Sin embargo, en uno de los últimos ejercicios Jesús me tendió la mano. No lo digo en sentido figurado. Fue algo físico y sensible. Sentí que el Señor me agarraba y tiraba de mí, desgajándome de las arenas movedizas en que llevaba tiempo metido y que poco a poco me habían ido ahogando. Ese y no otro fue para mí un momento de resurrección. Y en ese gesto entendí yo la Resurrección de Jesús. El Padre no podía dejar que la vida del Hijo se hundiera en el fango de la historia. Pero además ahí también entendí lo que quería decir la Congregación General 34 con aquello de que “el jesuita es un hombre pecador y al mismo tiempo llamado”.

Desde entonces mi imagen del resucitado tiene mucho que ver con esa mano tendida. Esa experiencia me hizo apreciar al Resucitado en todos aquellos que están dispuestos a echar una mano allí donde haya alguien viviendo en sombras de muerte. Y, desde entonces, me siento también yo enviado a ponerme manos a la obra para llevar esa buena noticia de la Resurrección a todos aquellos que necesiten Vida, y Vida en abundancia.