Pablo Miki (1564-1597) procedía de una rica familia de cerca de Osaka y se hizo cristiano cuando tuvo lugar la conversión de toda la familia. A los 20 años se matriculó en el seminario de Azuchi, llevado por los jesuitas y dos años después entraba en la Compañía. Hablaba muy bien y lograba con gran fortuna atraer budistas a la fe cristiana. Le faltaban sólo dos meses para la ordenación cuando fue arrestado. Su delito: ser cristiano.
Compartió cárcel con seis franciscanos y quince laicos. Todos ellos fueron llevados a la plaza pública y condenados a morir crucificados. Pero antes de devolverlos a la cárcel les cortaron a todos el lóbulo de la oreja izquierda como señal infamante. Al día siguiente comenzó para los prisioneros la larga marcha de un mes hacia Nagasaki, donde recibirían la muerte.
En el camino la gente los insultaba y les hacía burla, mientras Miki y uno de los franciscanos seguían predicando a la multitud. Estaban llegando a Nagasaki cuando dos jesuitas pudieron dar atención religiosa a los prisioneros. Pablo Miki lo aprovechó para renovar sus votos antes de entregar la vida.
Antes de morir, todavía tuvo tiempo para decir:
«Declaro que el mejor camino para conseguir la salvación es ser católico. Y como mi Señor Jesucristo me enseñó con sus palabras y sus buenos ejemplos a perdonar a los que nos han ofendido, yo declaro que perdono al jefe de la nación que dio la orden de crucificarnos, y a todos los que han contribuido a nuestro martirio, y les recomiendo que se hagan instruir en nuestra santa religión y se hagan bautizar».