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Misionero desde niño

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Juan de Brito (1647-1693), aristócrata portugués, a los nueve años era ya miembro de la corte y compañero del joven príncipe que luego llegaría a ser el rey Pedro II. Siendo niño estuvo a punto de morir y su madre hizo promesa de que, si vivía, iría vestido con la sotana de la Compañía durante un año. Al recobrar la salud hubo de pasearse por la corte como un jesuita en miniatura… De este modo tan curioso, comenzó a crecer en él un fuerte deseo de entrar realmente en la Compañía. Finalmente, a pesar de la resistencia de su amigo el príncipe y del rey, comenzó el noviciado en Lisboa, a la edad de 15 años.

El 1668 escribió al superior general pidiéndole ser enviado a Oriente como misionero. Su ruego fue aceptado y Juan de Brito partió a la India. Pronto se adaptó al nuevo mundo aunque era muy consciente de los peligros que corría: “Los sustos son horrendos y yo ando sin casa ni cabaña, caminando por las selvas, para asistir a los cristianos”.

En 1686 fue capturado, junto con algunos catequistas, por un cuerpo de soldados que les cargaron de cadenas. Así lo contaba al provincial: “Fui llevado a juicio. Confesé la fe. Me volvieron a meter en la cárcel en la que espero el buen día”.

Y ese día llegó. El rajá desterraba a Brito a la provincia vecina gobernada por un hermano suyo, al que dio instrucciones para que ejecutara a aquel jesuita que había arrastrado a tantos a abrazar la fe en el Evangelio. Fue sacado de la prisión el 4 de febrero y llevado junto al río, donde un verdugo le decapitó con una cimitarra.