Antes de ser jesuita viví en un Colegio Mayor en Madrid. La costumbre en el Colegio era personalizar la habitación. De hecho, los veteranos decían que se puede conocer a un colegial entrando en su habitación. Y yo la inundé con fotos, posters, recuerdos de viajes y posavasos por las paredes. En definitiva, la forré de todo lo que me gustaba y de lo que quería mostrar de mí mismo.
Cuando, viviendo allí, empecé el discernimiento para entrar en la Compañía, aquella habitación empezó a agobiarme. Había muchas cosas. Demasiadas. «¿Estaré renegando de lo que soy?», pensaba… Y comprendí que no. Simplemente, la vocación me estaba desinstalando por dentro. Descubrí que muchas cosas, hasta entonces importantes para mí, pasaban a otro plano… Otras, incluso, dejaban de importarme. Ya no necesitaba recordar continuamente mis viajes ni mis fiestas. No tenía por qué vivir en un continuo escaparate.
Creo que fue la primera vez que sentí esos «deseos» de pobreza de los que habla Ignacio (Const. 101). La vocación supuso para mí descubrir un tesoro por el que mece la pena desprenderse de todo. Estaba encontrando lo que llenaba de verdad ese vacío tan grande que había sentido durante mucho tiempo. Acercarme a Él me hacía sentir más libre que nunca. Quizás por eso me agobiaba tanto aquel cuarto. Porque en el fondo expresaba el deseo profundo de ser libre, de ser feliz con «solo una cosa» (Lc 10, 42), la más importante.