El verano en el noviciado es un tiempo en el que nuestra comunidad se dispersa. Cada novicio es enviado a vivir distintas experiencias que, con el tiempo, se convierten en piedras angulares de nuestra formación.
Por eso, el reencuentro comunitario tras este periodo adquiere una importancia especial. En torno a estos días se remueven muchas cosas: es el regreso de los miembros de la comunidad tras más de dos meses, acompañado por una marea de sentimientos y emociones, especialmente tras las visitas a nuestras familias -las primeras desde nuestra entrada-.
Además, estos días de descanso comunitario comienzan a teñirse de un aire de despedida para los novicios de segundo año que se preparan para sus votos y, por ello, para dejar el noviciado. Mientras tanto, los novicios de primero deben asimilar su paso al segundo año y los cambios que ello implica: tras la marcha de quienes los recibieron con los brazos abiertos, ahora serán ellos quienes los abran a los nuevos compañeros que vendrán a formar parte de la comunidad.
Hemos querido vivir estos días como si estuviésemos en nuestra propia Betania, aquel pueblecito donde Jesús se retiraba a descansar con sus amigos Marta, María y Lázaro. Fueron días de retiro marcados por la sencillez, donde la compañía y el cambio de aires hicieron más por el descanso que cualquier destino exótico o una agenda repleta de planes. Con el pausado transcurrir de los días, la comunidad del noviciado disfrutó del don de la creación a través de paseos por la montaña, pero también de la lectura, de las sobremesas y de tantos otros pequeños dones.
La oración personal y la Eucaristía siguieron marcando el ritmo de nuestras jornadas, porque del encuentro con el Señor no se descansa: Él es, en verdad, nuestro descanso. Fruto de este encuentro diario en comunidad, fue creciendo en nosotros un espíritu de agradecimiento por el curso que se clausura y por estos días llenos de su presencia, que, silenciosa y sencilla, no dejó de sorprendernos incluso en los detalles más pequeños.
