
Me siento muy afortunado ya que conservo muchos momentos de Dios en mi infancia. Recuerdo, especialmente, las noches de verano que pasaba en el campo. Me quedaba embobado mirando el cielo y pensando qué grande tenía que ser Dios para haber hecho algo tan espectacular. Desde muy pequeño, tuve la intuición de que Jesús estaría siempre a mi lado, incluso se me pasó alguna vez por la cabeza que me quería para sí. Además, por ser el pequeño de mi casa, la figura de mis padres y mis tres hermanos también fue importante para conocer quién es Dios.

Cuando intuí y me tomé en serio la vocación, tuve que hacer frente a grandes luchas interiores. ¡No quería entregarme a Dios con 19 años! Tenía mis propios planes. Sin embargo, Dios fue venciendo mis resistencias. Las últimas cayeron en La Habana, Cuba. Allí se me abrieron los ojos y Dios me hizo comprender que la vida sólo tiene sentido cuando se entrega. Esas semanas siguen siendo una referencia y criterio de discernimiento para mi vida cristiana.

El día de mi ordenación sacerdotal lo recuerdo con especial cariño. Fue en la catedral de la Almudena, en Madrid. Acababa de cumplir 27 años y fue tal la alegría que me invadió durante la celebración que me sentía como arrastrado por Dios. Durante el canto de las letanías de los santos, cuando estaba postrado en el suelo, san Ignacio de Loyola, san Francisco Javier y san Pedro Fabro se me hicieron tan cercanos como mis mejores amigos. Dios me invitaba a ser como ellos: compañero de Jesús.