
Mi vivencia de la fe en casa tuvo que ver en gran parte con mi abuelo. Para él era algo muy importante y siempre quiso compartirla con nosotros. Fue él quien me regaló mi primera Biblia, que solíamos leer con mi padre por la noche. Con mi abuelo recuerdo también momentos en los que me contaba cómo rezaba, me enseñaba a bendecir la mesa, o me hablaba con naturalidad de su vida creyente. Recuerdo pasar largos ratos en su despacho, teniendo yo ya 14-15 años, en los que le compartía ideas, dudas e incomprensiones propias del momento. Éramos de generaciones distintas y a veces lo que para uno era claro para el otro no lo era tanto. Pero la fe siempre se mantuvo presente en nuestra relación.

Mi fe adulta inicia en mi último año de colegio, cuando descubro a un Dios que, más que en los cielos, se encontraba entre los últimos de la tierra, así como en la vida de hombres y mujeres que daban o habían dado la vida por ellos. Fue conociendo la historia de personas como Teresa de Calcuta, Óscar Romero, o Pere Casaldàliga que algo me interpeló profundamente. Recuerdo que palabras que había oído mil veces (amor, perdón, hermano, fe, libertad) cobraban de repente un sentido nuevo. Aún y con mucho que madurar, aquello me lanzó a buscar a Dios: en voluntariados, actividades de servicio, siendo monitor, catequista, formando parte de grupos de fe… Y aunque la realidad resultó ser más gris y menos épica de lo que pensaba, en todas esas experiencias el Señor fue llevándome y enseñándome a reconocer su huella y verdad, más allá de mis expectativas e idealizaciones. La foto es un retrato que un día me hizo una niña de la catequesis.

La capilla de la comunidad de las Hermanas Hospitalarias, con quien realicé el Mes de Hospitales durante mi noviciado, habla de mi noviciado. Mi labor allí consistía en acompañar, dar la comida, lavar, charlar, hacer camas… Tareas aparentemente sencillas, pero en las que, en un contexto tan alejado de lo que conocía como un hospital, me sentía a ratos muy poco capaz, torpe y perdido. Sin embargo, con el paso de los días fui aprendiendo a fiarme, a dejar de medirme con la experiencia: solo trataba de abrir bien los ojos y hacer lo que cada situación o persona parecía necesitar, a veces con acierto y otras con menos fortuna. Y al final de la jornada, cuando llegaba por la noche a la capilla, muchas veces el examen del día consistía simplemente en revisar la lista de pacientes, cuarto por cuarto, recordando sus nombres, sus caras, o algo que hubieran dicho… Todo lo que te salía pedir era poder seguir ayudándoles, saber estar a su lado y sobre todo que se pusieran mejor. Pienso que Dios estaba allí, como en el subtexto de todo, sosteniendo lo que de otra manera sería insostenible, latiendo en mucha vida que se respiraba en ese lugar, de un modo transparente y a la vez muy real.