
En los días de mi infancia, uno de los más importantes del año era el Domingo de Ramos. En él se daban cita componentes decisivos en mi proceso de transmisión de la fe: el tiempo en familia (en la foto aparezco con mi hermana María en el patio de la casa de mis abuelos ataviado de nazareno antes de la procesión) y la hermandad de la Sagrada Cena en Sevilla, donde cuajé mis primeras amistades de niñez y primer lugar fuera de la familia donde mis padres me confiaron a otros. En entornos así la fe en Jesús se me ha devuelto como un lugar valioso y de familiaridad.

Foto del momento de mi confirmación. Me acompaña mi abuela Amparito como mi madrina. Sin apartar a la familia, mi maduración en la fe en los años de adolescencia y primera juventud está muy vinculada al colegio Claret de Sevilla. En él me confirmé a los 17 años y en él se me presentaron la relación y el compromiso con el Dios de Jesucristo como centrales: en la oración, en el trabajo por los demás y en las búsquedas e inquietudes vitales. Todo ello con delicado cuidado de lo comunitario y eclesial.

Puestos uno tras otro, los momentos fundamentales (y otros tantos de los más anodinos) de mi vida me hacen regresar con cariño a la Parroquia del pueblo de mis abuelos: en ella se casaron mis abuelos y mis padres, nos bautizamos todos los primos, celebramos los funerales de mis abuelos… Alberga en mi imaginario rutina, alegría, recuerdo, familiaridad, desasosiego, consuelo, pertenencia y gratuidad: todas ellas dimensiones que me han hecho ir descubriendo de a poco todo cuanto es capaz de conciliar la fe con hondura y profundidad.