Recientemente en el Noviciado hemos tenido un encuentro especial, deseado a la par que esperado… Durante un fin de semana nos hemos reencontrado personalmente con nuestras familias. Aunque han sido poco más de dos días – y ha supuesto una especie de “burbuja” en el ritmo ya forjado durante estos meses en la comunidad –, han sido vividos por todos nosotros como un auténtico regalo…
Regalo por poder percibirlo, justamente, como algo especial. La distancia, vivida en tantos sentidos (geográfico, de ruptura de rutinas y modo de proceder, cercanía física…) encarna una realidad de renuncia y separación, pero a la vez nos brinda mutuamente la oportunidad de valorar, más hondamente, lo que supone la familia. Existe una misteriosa comunión espiritual que salva toda distancia y que le da sentido en Dios. Esto es, justamente, lo que nos ha hecho percibir con más profundidad el regalo de la familia y la oportunidad de exprimir al máximo los momentos de este encuentro.
Regalo el hecho de compartir, juntos y con la calidez del resto de la comunidad de la casa, los lazos que van uniéndonos en esta “nueva familia” de amigos en el Señor – cosa que no supone suplir la familia que nos ha cuidado y querido, y sigue haciéndolo, sino darle mayor sentido –. Ha sido oportunidad para que unas familias se conozcan con las otras, compartan deseos, inquietudes, sueños, oración… También ocasión para nosotros, los novicios, de tomar conciencia de lo que supone la vivencia familiar, en todos los sentidos y situaciones.
Además, la visita ha dejado momentos especiales, entrañables. El viernes por la tarde, a medida que iban llegando, se respiraba ambiente de emoción en la sala de comunidad, que fue destilando durante el resto de días, empezando por eclosionar en la “visita guiada” a la casa durante esa misma tarde. Emoción por quererles enseñar la comunidad, los compañeros, los espacios, las rutinas (incluso el rezo conjunto de laudes y el desayuno los días siguientes)… Aquello que, de algún modo, pone imagen a lo que les hemos contado de voz o por escrito: esta realidad que vivimos. También entrañable fue el compartir todos juntos la celebración de la misa y la comida. Celebrar juntos la Eucaristía, aglutinando procedencias variadas, formas de hacer diferentes y sensibilidades diversas, fue ocasión para un encuentro más auténtico, más encarnado. Fue motivo para no dejar de poner a Jesús en el centro de lo vivido y compartido: a ofrecerlo, a ser conscientes del don de la familia, regalo de Dios. Allí donde también Él ha querido hacerse presente en nuestra historia personal de salvación y vocación, y en su Encarnación. Retomando parte de la homilía del Maestro: nos ayuda a valorar la acción de Dios en el “nido” de la familia, que posibilita el “alzar el vuelo” habiendo recibido ese arrullo y calor, invitados a darlo y esparcirlo generosamente.