«Consolad, consolad a mi pueblo – dice vuestro Dios-».
Hace tiempo que escuché estas palabras en lo más profundo de mi corazón. Un grito dentro de mí que me exigía una respuesta, que no me dejaba permanecer indiferente o parado. Es el grito de Dios pidiendo ayuda, dándome una misión. Grito que, en Él, nace del contemplar a un mundo herido que pide auxilio. ¡Hay tantas realidades en nuestro mundo que necesitan ser sanadas! Y Dios no permanece ajeno. Las hace suyas, le tocan en lo más hondo.
En mi vida esto ha sido siempre un punto de referencia para cuando uno se acomoda o le vienen las dudas. Nuestro mundo grita y Dios se sobrecoge ante tanto dolor. Y me pide ayuda, me pide mis manos, mis oídos, mis pies. Pero no de cualquier manera, sino a Su modo. Al modo de Jesús. Siempre atento y tierno. Ser como Él en el “oficio de consolar”. Porque, quizá, sea lo que más nos hace falta, alguien que nos escuche, que nos acoja sin juzgar, que nos tranquilice y libere de tantos miedos que nos oprimen. Y qué mejor que con Él y como Él. Esto es ser jesuita: “llevar a todos el consuelo del Amor que sana y redime”.