Vocación, esperanza y responsabilidad son tres palabras que siempre van de la mano.
Cada vez que un joven generoso es capaz de decir “creo que Dios me llama a ser jesuita”, la esperanza se abre paso como una semilla en la tierra. Recuerdo bien cómo la mera intuición de ser sacerdote en la Compañía de Jesús tenía la fuerza suficiente para proyectarme al futuro y hacer que me entretuviera durante horas entre ensoñaciones de entrega a Dios y servicio al prójimo. No hay vocación que no implique un aumento de esperanza en quien se sabe llamado.
Pero, además, es un signo para toda la Compañía y para toda la Iglesia. Cada vocación naciente es como un grito que recuerda al mundo: “¡Dios es el Señor de nuestra historia!”. Y su voz sigue arrastrando a jóvenes generosos que desean entregarle todo lo que tienen y son. Ante cada nueva vocación, toda la Iglesia se asombra agradecida: “Dios está vivo, actúa y cuenta con nosotros”.
¡Qué alegre responsabilidad tenemos entre manos! Responsabilidad para animar, acompañar y sostener la entrega de quien da los primeros pasos en el seguimiento radical de Jesús. Responsabilidad de cuidar la propia vocación, sabiendo que llevamos un tesoro en vasijas de barro. Responsabilidad de señalar con nuestra vida el camino al cielo.