Entregar cada segundo de mi vida. Gastarla sin calcular, de un modo sencillo y discreto. Este era mi deseo antes de entrar a la Compañía de Jesús y ser jesuita. Hoy, siéndolo, lo mantengo y lo recuerdo en mis horas más oscuras. Darme, bien a los que ríen o bien a los que lloran; sea en el colegio, en la cárcel, en el hospital, en la calle repartiendo bocatas, en un comedor social, en la universidad, en el metro o en la comunidad. Entregarme en su Nombre, porque en todos los rincones necesitan conocer a Jesús. En su Nombre y, solo en su Nombre, he conocido a personas impresionantes, he sido testigo de los pequeños milagros de la vida e, inexplicablemente, en su Nombre me siento pequeño y, a la vez, dichoso por todo ello.
Me siento libre porque cada día, aunque haya aspectos que me puedan costar, me importa menos mi bienestar, mi interés, mi querer… y me importa más el bienestar, el interés y el querer de los demás. ¡Vaya libertad que Dios regala a quien se entrega! Entregar la vida como jesuita es lo mejor que me ha podido pasar: rezar cada mañana, ir a la Eucaristía, salir a la misión: escuchar, reír, indignarme, acompañar, emocionarme, jugar, soñar… volver a casa con los compañeros que Dios me regaló y, allí, como en Betania, descansar también en su Nombre.